“Somos un revueltico de Ejército y ‘paracos’”
Camilo Raigozo
Vista del río Caguan, departamento del Caqueta altamente militarizado. Foto: NOTIMUNDO.
Como a las nueve de la mañana del viernes 16 de junio, me encontraba en mi finca recogiendo el ganado en un solo corral para vacunarlo. Cuando hubo entrado el último animal, me di cuenta que hacían falta tres novillas. Entonces, monté en mi caballo y salí a buscarlas por los alrededores.
Me adentré por un rastrojo contiguo y como a los 20 metros salieron dos soldados corpulentos, vestidos de camuflado. Uno de raza negra, con una cicatriz en la mano izquierda y el otro un mestizo.
Me encañonaron y me dijeron en coro: “¿Qué hace por aquí gonorrea?”. Me hicieron bajar del caballo a empellones y caminar con ellos. Después me ordenaron: “bueno gran hijueputa, empelótese haber rapidito”.
Me observaron por todos los lados. “Usted es un guerrillerito hijueputa y lo vamos a matar”, dijo uno.
“¿Quienes cree que somos nosotros?”, me preguntaron. -Aparentemente son militares- dije.
“¡Pues somos paramilitares!”, gritaron.
“¿Sabe que pirobo? -dijo el de la cicatriz- somos un revueltico de Ejército y paracos”. Entonces el mestizo me encendió a patadas hasta que caí al piso. Luego se alejó hasta a donde estaban otros militares riéndose de la escena.
El soldado negro me dejo vestir y pregunto: ¿”Dígame gran cabrón a que grupo de milicias pertenece y que comandante lo mandó hasta aquí”?. -Yo soy un campesino que me dedico a trabajar, y estoy aquí buscando tres reses que se me han extraviado- contesté.
El mestizo regresó en compañía de un teniente, así lo llamaban, que tenía una gargantilla de oro, un reloj de plata y unas cejas bien pobladas.
Este, me insultó un buen rato con palabras soeces. Luego preguntó: “¿Dígame malparidito, conoce al comandante Wilmer?”. -He escuchado hablar de él, pero no lo conozco- contesté.
“¡Pues usted es el hijueputa comandante Wilmer!”, me dijo iracundo el teniente. No, yo soy Norbey Viuche Ortiz, trabajador campesino.
Me preguntó por mis papeles y lamentablemente no los tenía con migo en ese momento. “Usted es un guerrillerito hijueputa, porque ningún guerrillero carga papeles. Usted es el radista de la guerrilla.
Mejor acójase al Plan de Reinserción y le perdonamos la vida”, me propuso. Yo le dije que no me acogía a ese Plan porque yo no era guerrillero, sino un campesino que necesitaba trabajar para sostener a mis dos hijos y a mi esposa.
Visiblemente ofendido, el teniente me ordenó ponerme de rodillas, mientras desaseguraba el fusil. “Lo voy a matar ya por no colaborar”, balbuceó. “Voy a contar hasta tres para que hable o si no le tiro”, dijo apuntándome con el fusil.
Como no dije nada, se puso unos guantes y me golpeó la cara. Luego me torció el brazo por la espalda hasta hacerme doblar de dolor. Sentí que el brazo se dislocaba del hombro y se me rompían los huesos. Para evitarlo, me doble lo que mas pude.
Estando así, me propinó un rodillazo en el estómago que casi me mata. Quedé sin aire, no podía respirar y el mundo me daba vueltas. Así, tumbado, me cogieron a patadas y golpes no se por cuanto tiempo. Creo que perdí la conciencia por unos instantes. Sus risotadas las escuchaba lejanas.
Cuando volví en mi, me acompañaban dos soldados que dijeron: “vamos a vestirlo de camuflado para presentarlo como guerrillero dado de baja, así su muerte queda legal”.
Enseguida me hicieron permanecer boca abajo durante el tiempo que duró un pertinaz aguacero. Mi cuerpo temblaba del frío. Cuando amainó la lluvia me hicieron poner boca arriba, al pie de ellos durante un largo rato.
Después me hicieron caminar hasta donde se encontraban unos ocho soldados. Allí me cogieron a golpes y patadas hasta dejarme exhausto, sin aire. Con mi camisa me apretaron el cuello hasta el punto de que mis pulmones casi se revientan y mis ojos se desorbitan por asfixia. Morado, agonizante, completamente ido quedé tirado en el piso.
Alguien me puso un pie en la nuca y dijo: “Lástima no tener una motosierra para despedazar este hijueputa”. Me metieron el cañón de un fusil en la boca e inquirieron: “¿Habla o lo matamos ya?”.
En ese momento escuché que mi hermano me llamaba. Los soldados no me dejaron contestar. Fueron a buscarlo y le dijeron que eran paramilitares y que ya me habían matado. Le ordenaron que se retirara.
Al rato, el teniente me dijo que él era Hermenson Jiménez. Me tapó los ojos con mi camisa y me hizo caminar 40 metros. Luego me arrodilló y me ordenó permanecer así por varios minutos mientras ellos desaparecían.
Finalmente tomé el riesgo de descubrirme los ojos. Como estaba solo, fui a mi casa a recuperar las fuerzas.
Al día siguiente puse esta denuncia ante el Despacho de la Personería Municipal de La Montañita, Caquetá, de donde soy oriundo y donde estos hechos son el pan de cada día, con la esperanza de que el campesinado no siga siendo víctima de la estrategia de seguridad democrática del presidente Uribe.