El creciente y peligroso pulso en Colombia
Escándalo parapolítico vs. fortaleza institucional
El Nuevo Siglo
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Lo ocurrido esta semana con el grave enfrentamiento entre el presidente Uribe y la Corte Suprema, sin que el Congreso, por estar muy desprestigiado, pudiera mediar en ese choque de poderes, evidencia que el proceso de judicialización de nexos entre políticos y autodefensas, que se venía tramitando por vías ordinarias, ahora amenaza con desbordar el margen de acción y respuesta estatal. Análisis e implicaciones
La fortaleza de las instituciones se mide en la forma en que pueden tramitar las más graves crisis. Esa es una máxima que ha demostrado su validez en todo el mundo. Sin embargo ¿qué pasa cuando quienes están sometidos a las instituciones son los primeros en colocar en duda su autoridad? ¿Qué ocurre cuando la gravedad de la crisis genera enfrentamientos entre las instituciones? ¿Cuando los investigados acuden a esguinces para esquivar las jurisdicciones y escoger los jueces? ¿Cuando los sindicados intentan acudir a una visión perversa del concepto de solidaridad de cuerpo institucional para cambiar la legislación a su favor? ¿Qué pasa cuando la opinión pública empieza a polarizarse y tomar partido en materia de instituciones?...
Cada uno de estos interrogantes se puso de presente esta semana tras una serie de graves sucesos que no solo colocaron en duda la sostenibilidad institucional del país, sino que evidenciaron que el escándalo de la parapolítica está empezando a mover los cimientos de los poderes en Colombia, tanto de los formalmente constituidos como de aquel al que con el tiempo se ha llamado el “cuarto poder”, es decir la prensa.
En los últimos siete días la llamada interdependencia de los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo, relación que se considera la columna vertebral de todo el ordenamiento constitucional y legal colombiano, se fracturó de forma tan grave y pública que superó la natural contradicción y el escenario tradicional del “acato pero no comparto”, para desembocar ahora en un cruce de acusaciones y señalamientos casi criminales entre las cabezas de las instituciones.
El enfrentamiento abierto entre el presidente Álvaro Uribe y la Corte Suprema de Justicia por las declaraciones del ex para alias ‘Tasmania’ en torno a que un magistrado auxiliar de la Sala Penal del Alto Tribunal le ofreció beneficios si acusaba al hoy Jefe de Estado de haber ordenado el atentado contra otro cabecilla de las autodefensas conocido como ‘René’, sin duda alguna se convirtió en el más grave choque institucional de los últimos años.
Lo más paradójico es que ese choque tiene como ‘prueba reina’ las declaraciones, desmentidos y réplicas de ex paramilitares presos sindicados de secuestros y otros crímenes graves. Por lo mismo, las motivaciones de sus confesiones no son claras y se multiplican las hipótesis en torno a qué tanto de veracidad tienen o si sólo son parte de una estratagema.
No hay en la crisis que se registró esta semana una prueba objetiva, incontrovertible e infalible que permita concluir fríamente quién o quiénes incurrieron en actos ilegales. Ese hecho, el que el origen de toda la polémica institucional es lo que afirma una persona que ha estado al margen de la ley, a la que el Gobierno le da toda la veracidad pese a que la Corte advierte que lo afirmado es falso, evidencia hasta qué punto la desconfianza y prevención creada por el escándalo de la parapolítica está desconfigurando el accionar del Estado.
Acusaciones criminales
Las duras acusaciones de Uribe a la Corte, en las que incluso insinuó que se estaba acudiendo a métodos ilícitos e indecentes para sustentar las investigaciones de la parapolítica, y la no menos drástica reacción del Alto Tribunal que afirmó que existía una evidente intención de obstruir la justicia por parte del Presidente, implican señalamientos, de lado y lado, que rayan en la sindicación de crímenes. En otras palabras, la cabeza del Ejecutivo y el máximo tribunal de justicia en el país se acusaron de incurrir en delitos. Así de claro.
Si bien es cierto que los comunicados expedidos por la Casa de Nariño y el presidente de la Corte, magistrado César Julio Valencia, tienen argumentos válidos y entendibles a la luz de las tesis que defendía cada uno, lo que pasó por fuera de ese cruce de pronunciamientos formales fue lo realmente grave.
Ver al Jefe de Estado insinuando que era tan ilegal obtener testimonios con base en la tortura, como hacerlo acudiendo a ofrecimiento de dádivas o profiriendo amenazas, no es menos preocupante que escuchar al presidente de la Corte dando a entender que los magistrados eran objeto de espionaje y seguimientos por parte del DAS y otros organismos de seguridad.
En cualquier otro país semejante cruce de acusaciones sobre actitudes delictivas de las máximas instancias de los poderes Ejecutivo y Judicial habría generado una crisis nacional de grandes dimensiones e incluso llegado al nivel de las renuncias o las demandas penales.
Interrogantes
Lo peor de todo es que en medio de ello, dada la alta polarización nacional en torno a las implicaciones del escándalo de la parapolítica, no hubo un elemento o instancia con la suficiente capacidad de convocatoria, credibilidad o neutralidad que entrara a mediar en la pelea Uribe-Corte.
Por ejemplo, no deja de ser raro que las otras altas cortes judiciales (Constitucional, Consejo de Estado y Consejo Superior de la Judicatura) no hubieran reaccionado en medio del duro choque entre el Presidente de la República y la Suprema de Justicia. No hablaron para respaldar al uno o a la otra, y mucho menos para llamar a las partes a dejar ese tipo de enfrentamientos públicos, actuar con cabeza fría y tramitar sus diferencias por los canales institucionales vigentes.
Es decir, para pedir que el Jefe de Estado denunciara formalmente ante la Fiscalía el que consideraba un intento de complot en su contra, y que el Alto Tribunal, a su turno, hubiera hecho lo propio ante la evidencia de un presunto espionaje a un magistrado auxiliar o interpusiera una acusación de injuria o calumnia contra el Primer Mandatario por los graves señalamientos realizados por éste.
¿Por qué las cabezas de las altas cortes judiciales esta vez no reaccionaron en igual forma a como lo hicieron semanas atrás cuando el presidente Uribe se fue lanza en ristre contra la Sala Penal de la Corte por una sentencia que impidió juzgar por sedición a 19 mil paramilitares rasos desmovilizados? Nadie lo sabe.
Incluso, el inexplicable mutismo de la rama judicial en toda esta controversia dio para rumores en torno a que las cortes Constitucional y Suprema de Justicia así como el Consejo de Estado y el Superior de la Judicatura tienen su propio pulso interno derivado de los nuevos proyectos en el Congreso para reformar las jurisdicciones y la escala jerárquica de los altos tribunales.
Si ello pasó en el plano de la rama judicial, no menos significativo fue el mutismo político. Aunque los jefes de las distintas colectividades uribistas hablaron a favor del Jefe de Estado, lo cierto es que la intención de algunos sectores de la Casa de Nariño para que la coalición expidiera un comunicado conjunto de respaldo al Presidente y, por ende, de crítica a la Corte Suprema no prosperó.
¿Por qué la coalición uribista no hizo unidad de cuerpo para respaldar abierta y públicamente al Jefe de Estado si éste advirtió algo tan grave como que la Corte estaba montando un complot en contra del Gobierno? Nadie lo sabe.
Legislativo cuestionado
El Congreso, cabeza del tercer poder público, tampoco pudo intervenir en la controversia del Ejecutivo y Judicial. Y no lo hizo porque sufre cuatro deficiencias que afectan su margen de acción y credibilidad institucional.
En primer lugar, los parlamentarios son hasta el momento el principal blanco de los procesos de la parapolítica, al punto que ya son más de 40 los investigados, es decir que cerca del 20% de los senadores y representantes están bajo la mira de la Corte y la Fiscalía por haber realizado pactos políticos y electorales con las autodefensas.Por lo mismo, el Congreso no tenía mayor margen de credibilidad para intervenir en una controversia entre el Ejecutivo y Judicial derivada del mismo proceso de la parapolítica.
Como segunda talanquera a la labor que pudo haber cumplido el Legislativo en la crisis institucional que se registró esta semana debe anotarse que la mayoría de los congresistas han evidenciado que no son neutrales a la hora de evaluar y medir el impacto e implicaciones de la parapolítica. Según no pocos analistas, mientras que el grueso de los senadores y representantes a la Cámara uribistas insisten en subestimar la gravedad del escándalo, los congresistas de la oposición lo sobredimensionan al extremo.
En otro país un choque tan grave entre el Jefe de Estado y la Corte Suprema de Justicia habría obligado al tercer poder, es decir al Congreso, a dejar de lado las naturales diferencias partidistas en su interior y actuar como un solo cuerpo, buscando escenarios de distensión, actuando como mediador.
Pero una actitud como esa es imposible en Colombia, ya que el grueso de los partidos uribistas ha sufrido casi la totalidad de las bajas de congresistas presos o renunciados por el proceso de la parapolítica, mientras que el Polo y el liberalismo han utilizado electoral y políticamente el escándalo como principal ‘caballito de batalla’ para recuperar el escenario perdido y buscar un rédito en las urnas.
En tercer lugar, el desprestigio del Congreso viene creciendo aún más desde el mismo momento en que se empezó a rumorar que existían ‘movidas’ de los parlamentarios presos para que sus compañeros en el Legislativo reformen los códigos Penal y de Procedimiento Penal, con el fin de darles beneficios en materia de penas y alivios penitenciarios.
La estrategia se basa en una tesis muy acomodada del principio de proporcionalidad, según la cual quienes sean condenados por concierto para delinquir derivado de nexos con paras no deberían recibir penas más altas que los propios cabecillas de las autodefensas que, a la luz de la Ley de Justicia y Paz, no pagarán más de ocho años de cárcel pese a confesar miles de crímenes graves.
Esa intención quedó patente en las últimas dos semanas luego de confirmarse que desde la cárcel Picota, en Bogotá, en donde están presos los congresistas investigados por parapolítica, se estaban planeando maniobras legislativas para tramitar un proyecto de ley independiente o colgarle un ‘mico’ a la iniciativa que busca facilitar el juzgamiento de 19 mil ex paras desmovilizados. En uno y otro caso el objetivo era el mismo: buscar beneficios penales a los senadores y representantes presos por nexos con las autodefensas.
Y por último, es claro que las renuncias de los congresistas a su fuero parlamentario para evitar que la Corte Suprema los siga investigando por parapolítica y pasar entonces a la órbita de la Fiscalía, está evidenciándole al país que se acude a esta maniobra para esquivar los deberes que comporta ser un senador o un representante a la Cámara.
La rapidez con que anunciaron su renuncia algunos de los congresistas que fueron citados esta semana a indagatoria por parte de los magistrados de la Sala Penal, deja en claro que el fuero parlamentario no es entendido como un estatus que implica deberes y derechos, sino como un instrumento que se utiliza o desecha según la coyuntura y los intereses particulares de los llamados ‘padres de la Patria’.
Según los tratadistas, el fuero parlamentario en Colombia se está convirtiendo en una especie de ‘vestido desechable’ que los senadores y representantes utilizan hasta cuando les es conveniente y al que no dudan en renunciar cuando las obligaciones de éste afectan sus intereses particulares. En otras palabras, el estatus institucional del Congreso, que se supone permanente, se volvió casi opcional.
Prensa en la mira
Si el papel institucionalizador de los poderes públicos quedó en entredicho esta semana, el llamado “cuarto poder”, es decir la prensa, también estuvo en la mira por cuenta del coletazo del escándalo de la parapolítica.
Las duras controversias que sostuvo en vivo y en directo el Jefe de Estado con varios periodistas y columnistas, así como las graves críticas lanzadas por Uribe contra algunos medios de comunicación a los que acusó de frívolos y tendenciosos, evidencian que en Colombia es tal el nivel de polarización a que se está llegando por cuenta del proceso de judicialización de la parapolítica, que ya la Casa de Nariño ve a una parte de la prensa, aquella que critica y denuncia, como opositora al Gobierno.
Se trata de una situación muy complicada. Escuchar y ver al Presidente de la República lanzando duros señalamientos a un sector de la prensa, e incluso acudiendo a graves calificativos contra algunos columnistas y comunicadores, no deja de ser peligroso en un país en el que el récord de asesinatos de periodistas es uno de los más altos del mundo.
Claro, a nadie se le pasa por la cabeza pensar que desde la Casa de Nariño se dé una orden para atacar a la prensa, pero el ambiente político está tan caldeado y polarizado que no es descartable que sectores extremos e ilegales sí acudan, por iniciativa propia, a la violencia para silenciar a los periodistas que consideren ‘gobiernistas’ o ‘antigobiernistas’ o con el único objetivo de aumentar la crisis derivada de la parapolítica.
Esto último no es una exageración. Semanas atrás alcanzó a circular un rumor en Bogotá en torno a que milicias de las Farc estarían preparando un atentado contra uno de los periodistas más críticos del Jefe de Estado, con el fin de que las sospechas sobre los autores de la muerte del comunicador recayeran en la Casa de Nariño. El sólo hecho de que surjan ese tipo de especulaciones es de extrema gravedad.
¿Qué hacer?
Visto que tanto el presidente Uribe como la Corte se reafirmaron en sus respectivas tesis y acusaciones a lo largo de la semana, pensar en que habrá una pronta distensión entre el Jefe de Estado y la máxima corte de justicia ordinaria en el país es difícil. Tampoco es dable que el Congreso, epicentro de todo el escándalo de la parapolítica, pueda asumir un papel creíble de mediador entre la Casa de Nariño y la Corte.
Ese escenario circunstancial lleva, entonces, a pensar que los enfrentamientos entre los altos poderes no cesarán en el corto plazo, ya que el escándalo de la parapolítica lejos de estar a punto de terminar -pese a tener 40 congresistas sindicados, 16 de ellos presos y cerca de una decena ya renunciados-, apunta a tomar mayores dimensiones.
Lo ocurrido en las últimas tres semanas así lo evidencia. Ya los llamados a versión libre, las citaciones a indagatoria y las órdenes de captura no recaen exclusivamente sobre congresistas y otros dirigentes de la Costa Atlántica. Ahora el espectro del proceso se amplió significativamente. Prueba de ello es la vinculación formal al proceso de senadores antioqueños como Mario Uribe, santandereanos como Luis Alberto Gil y Óscar Josué Reyes o del Meta como Luis Carlos Torres (el primero, segundo y cuarto ya renunciaron a sus curules). Tampoco se puede dejar de lado que ya fue citado a indagatoria el congresista tolimense Luis Humberto Gómez Gallo.
Como si fuera poco, otros ‘padres de la Patria’ costeños como Miguel Pinedo, Vicente Blel o Alfredo Cuello Baute también terminaron empapelados por la Sala Penal de la Corte. Además, el parlamentario Héctor Julio Alfonso, hijo de ‘La gata’, también anunció que deja su curul.
Si a ello se suma que esta semana que termina también se produjo la primera condena por parapolítica (Trino Luna, ex gobernador de Magdalena) y que ya hay dos ex parlamentarias que se acogieron a sentencia anticipada y aceptaron cargos por nexos con paras (Eleonora Pineda y Muriel Benito-rebollo), se evidencia que el proceso de la parapolítica no va ni por la mitad.
Así las cosas, un poder Ejecutivo prevenido y muy nervioso; un estamento judicial que se siente vigilado y presionado, así como un Legislativo sin credibilidad y blanco de maniobras desde la cárcel, auguran que la crisis institucional en Colombia puede profundizarse. Y por ende el ambiente de polarización nacional se ahondará peligrosamente.
Semejante escenario debe prender las alertas de todos los sectores nacionales y, obviamente, de las cabezas de las distintas ramas del poder público. Sería ingenuo negar que si bien hasta el momento la crisis derivada del escándalo de la parapolítica se ha tramitado por vías institucionales, poco a poco la dimensión y gravedad del caso amenazan con desbordar esa capacidad de respuesta del Estado y descuadernar el ordenamiento legal y constitucional que ha distinguido al país durante las últimas décadas.
Aunque este planteamiento pueda sonar exagerado para algunos analistas, lo cierto es que escenarios similares a los que se está encaminando Colombia fueron los preludios para que en otros países se presentaran crash institucionales.
Si bien el país no está al borde de tal situación, lo ocurrido esta semana debe tomarse como una especie de alerta temprana y campanazo para que se adopten las medidas que eviten un desborde de la crisis.
Enconcharse en sus propias tesis y profundizar el enfrentamiento, la desconfianza y la prevención institucional sólo llevará a las cabezas de las ramas del poder público a meterle más candela a un escenario ya de por sí explosivo y polarizado.
La fortaleza de las instituciones se mide en la forma en que pueden tramitar las más graves crisis. Esa es una máxima que ha demostrado su validez en todo el mundo. Sin embargo ¿qué pasa cuando quienes están sometidos a las instituciones son los primeros en colocar en duda su autoridad? ¿Qué ocurre cuando la gravedad de la crisis genera enfrentamientos entre las instituciones? ¿Cuando los investigados acuden a esguinces para esquivar las jurisdicciones y escoger los jueces? ¿Cuando los sindicados intentan acudir a una visión perversa del concepto de solidaridad de cuerpo institucional para cambiar la legislación a su favor? ¿Qué pasa cuando la opinión pública empieza a polarizarse y tomar partido en materia de instituciones?...
Cada uno de estos interrogantes se puso de presente esta semana tras una serie de graves sucesos que no solo colocaron en duda la sostenibilidad institucional del país, sino que evidenciaron que el escándalo de la parapolítica está empezando a mover los cimientos de los poderes en Colombia, tanto de los formalmente constituidos como de aquel al que con el tiempo se ha llamado el “cuarto poder”, es decir la prensa.
En los últimos siete días la llamada interdependencia de los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo, relación que se considera la columna vertebral de todo el ordenamiento constitucional y legal colombiano, se fracturó de forma tan grave y pública que superó la natural contradicción y el escenario tradicional del “acato pero no comparto”, para desembocar ahora en un cruce de acusaciones y señalamientos casi criminales entre las cabezas de las instituciones.
El enfrentamiento abierto entre el presidente Álvaro Uribe y la Corte Suprema de Justicia por las declaraciones del ex para alias ‘Tasmania’ en torno a que un magistrado auxiliar de la Sala Penal del Alto Tribunal le ofreció beneficios si acusaba al hoy Jefe de Estado de haber ordenado el atentado contra otro cabecilla de las autodefensas conocido como ‘René’, sin duda alguna se convirtió en el más grave choque institucional de los últimos años.
Lo más paradójico es que ese choque tiene como ‘prueba reina’ las declaraciones, desmentidos y réplicas de ex paramilitares presos sindicados de secuestros y otros crímenes graves. Por lo mismo, las motivaciones de sus confesiones no son claras y se multiplican las hipótesis en torno a qué tanto de veracidad tienen o si sólo son parte de una estratagema.
No hay en la crisis que se registró esta semana una prueba objetiva, incontrovertible e infalible que permita concluir fríamente quién o quiénes incurrieron en actos ilegales. Ese hecho, el que el origen de toda la polémica institucional es lo que afirma una persona que ha estado al margen de la ley, a la que el Gobierno le da toda la veracidad pese a que la Corte advierte que lo afirmado es falso, evidencia hasta qué punto la desconfianza y prevención creada por el escándalo de la parapolítica está desconfigurando el accionar del Estado.
Acusaciones criminales
Las duras acusaciones de Uribe a la Corte, en las que incluso insinuó que se estaba acudiendo a métodos ilícitos e indecentes para sustentar las investigaciones de la parapolítica, y la no menos drástica reacción del Alto Tribunal que afirmó que existía una evidente intención de obstruir la justicia por parte del Presidente, implican señalamientos, de lado y lado, que rayan en la sindicación de crímenes. En otras palabras, la cabeza del Ejecutivo y el máximo tribunal de justicia en el país se acusaron de incurrir en delitos. Así de claro.
Si bien es cierto que los comunicados expedidos por la Casa de Nariño y el presidente de la Corte, magistrado César Julio Valencia, tienen argumentos válidos y entendibles a la luz de las tesis que defendía cada uno, lo que pasó por fuera de ese cruce de pronunciamientos formales fue lo realmente grave.
Ver al Jefe de Estado insinuando que era tan ilegal obtener testimonios con base en la tortura, como hacerlo acudiendo a ofrecimiento de dádivas o profiriendo amenazas, no es menos preocupante que escuchar al presidente de la Corte dando a entender que los magistrados eran objeto de espionaje y seguimientos por parte del DAS y otros organismos de seguridad.
En cualquier otro país semejante cruce de acusaciones sobre actitudes delictivas de las máximas instancias de los poderes Ejecutivo y Judicial habría generado una crisis nacional de grandes dimensiones e incluso llegado al nivel de las renuncias o las demandas penales.
Interrogantes
Lo peor de todo es que en medio de ello, dada la alta polarización nacional en torno a las implicaciones del escándalo de la parapolítica, no hubo un elemento o instancia con la suficiente capacidad de convocatoria, credibilidad o neutralidad que entrara a mediar en la pelea Uribe-Corte.
Por ejemplo, no deja de ser raro que las otras altas cortes judiciales (Constitucional, Consejo de Estado y Consejo Superior de la Judicatura) no hubieran reaccionado en medio del duro choque entre el Presidente de la República y la Suprema de Justicia. No hablaron para respaldar al uno o a la otra, y mucho menos para llamar a las partes a dejar ese tipo de enfrentamientos públicos, actuar con cabeza fría y tramitar sus diferencias por los canales institucionales vigentes.
Es decir, para pedir que el Jefe de Estado denunciara formalmente ante la Fiscalía el que consideraba un intento de complot en su contra, y que el Alto Tribunal, a su turno, hubiera hecho lo propio ante la evidencia de un presunto espionaje a un magistrado auxiliar o interpusiera una acusación de injuria o calumnia contra el Primer Mandatario por los graves señalamientos realizados por éste.
¿Por qué las cabezas de las altas cortes judiciales esta vez no reaccionaron en igual forma a como lo hicieron semanas atrás cuando el presidente Uribe se fue lanza en ristre contra la Sala Penal de la Corte por una sentencia que impidió juzgar por sedición a 19 mil paramilitares rasos desmovilizados? Nadie lo sabe.
Incluso, el inexplicable mutismo de la rama judicial en toda esta controversia dio para rumores en torno a que las cortes Constitucional y Suprema de Justicia así como el Consejo de Estado y el Superior de la Judicatura tienen su propio pulso interno derivado de los nuevos proyectos en el Congreso para reformar las jurisdicciones y la escala jerárquica de los altos tribunales.
Si ello pasó en el plano de la rama judicial, no menos significativo fue el mutismo político. Aunque los jefes de las distintas colectividades uribistas hablaron a favor del Jefe de Estado, lo cierto es que la intención de algunos sectores de la Casa de Nariño para que la coalición expidiera un comunicado conjunto de respaldo al Presidente y, por ende, de crítica a la Corte Suprema no prosperó.
¿Por qué la coalición uribista no hizo unidad de cuerpo para respaldar abierta y públicamente al Jefe de Estado si éste advirtió algo tan grave como que la Corte estaba montando un complot en contra del Gobierno? Nadie lo sabe.
Legislativo cuestionado
El Congreso, cabeza del tercer poder público, tampoco pudo intervenir en la controversia del Ejecutivo y Judicial. Y no lo hizo porque sufre cuatro deficiencias que afectan su margen de acción y credibilidad institucional.
En primer lugar, los parlamentarios son hasta el momento el principal blanco de los procesos de la parapolítica, al punto que ya son más de 40 los investigados, es decir que cerca del 20% de los senadores y representantes están bajo la mira de la Corte y la Fiscalía por haber realizado pactos políticos y electorales con las autodefensas.Por lo mismo, el Congreso no tenía mayor margen de credibilidad para intervenir en una controversia entre el Ejecutivo y Judicial derivada del mismo proceso de la parapolítica.
Como segunda talanquera a la labor que pudo haber cumplido el Legislativo en la crisis institucional que se registró esta semana debe anotarse que la mayoría de los congresistas han evidenciado que no son neutrales a la hora de evaluar y medir el impacto e implicaciones de la parapolítica. Según no pocos analistas, mientras que el grueso de los senadores y representantes a la Cámara uribistas insisten en subestimar la gravedad del escándalo, los congresistas de la oposición lo sobredimensionan al extremo.
En otro país un choque tan grave entre el Jefe de Estado y la Corte Suprema de Justicia habría obligado al tercer poder, es decir al Congreso, a dejar de lado las naturales diferencias partidistas en su interior y actuar como un solo cuerpo, buscando escenarios de distensión, actuando como mediador.
Pero una actitud como esa es imposible en Colombia, ya que el grueso de los partidos uribistas ha sufrido casi la totalidad de las bajas de congresistas presos o renunciados por el proceso de la parapolítica, mientras que el Polo y el liberalismo han utilizado electoral y políticamente el escándalo como principal ‘caballito de batalla’ para recuperar el escenario perdido y buscar un rédito en las urnas.
En tercer lugar, el desprestigio del Congreso viene creciendo aún más desde el mismo momento en que se empezó a rumorar que existían ‘movidas’ de los parlamentarios presos para que sus compañeros en el Legislativo reformen los códigos Penal y de Procedimiento Penal, con el fin de darles beneficios en materia de penas y alivios penitenciarios.
La estrategia se basa en una tesis muy acomodada del principio de proporcionalidad, según la cual quienes sean condenados por concierto para delinquir derivado de nexos con paras no deberían recibir penas más altas que los propios cabecillas de las autodefensas que, a la luz de la Ley de Justicia y Paz, no pagarán más de ocho años de cárcel pese a confesar miles de crímenes graves.
Esa intención quedó patente en las últimas dos semanas luego de confirmarse que desde la cárcel Picota, en Bogotá, en donde están presos los congresistas investigados por parapolítica, se estaban planeando maniobras legislativas para tramitar un proyecto de ley independiente o colgarle un ‘mico’ a la iniciativa que busca facilitar el juzgamiento de 19 mil ex paras desmovilizados. En uno y otro caso el objetivo era el mismo: buscar beneficios penales a los senadores y representantes presos por nexos con las autodefensas.
Y por último, es claro que las renuncias de los congresistas a su fuero parlamentario para evitar que la Corte Suprema los siga investigando por parapolítica y pasar entonces a la órbita de la Fiscalía, está evidenciándole al país que se acude a esta maniobra para esquivar los deberes que comporta ser un senador o un representante a la Cámara.
La rapidez con que anunciaron su renuncia algunos de los congresistas que fueron citados esta semana a indagatoria por parte de los magistrados de la Sala Penal, deja en claro que el fuero parlamentario no es entendido como un estatus que implica deberes y derechos, sino como un instrumento que se utiliza o desecha según la coyuntura y los intereses particulares de los llamados ‘padres de la Patria’.
Según los tratadistas, el fuero parlamentario en Colombia se está convirtiendo en una especie de ‘vestido desechable’ que los senadores y representantes utilizan hasta cuando les es conveniente y al que no dudan en renunciar cuando las obligaciones de éste afectan sus intereses particulares. En otras palabras, el estatus institucional del Congreso, que se supone permanente, se volvió casi opcional.
Prensa en la mira
Si el papel institucionalizador de los poderes públicos quedó en entredicho esta semana, el llamado “cuarto poder”, es decir la prensa, también estuvo en la mira por cuenta del coletazo del escándalo de la parapolítica.
Las duras controversias que sostuvo en vivo y en directo el Jefe de Estado con varios periodistas y columnistas, así como las graves críticas lanzadas por Uribe contra algunos medios de comunicación a los que acusó de frívolos y tendenciosos, evidencian que en Colombia es tal el nivel de polarización a que se está llegando por cuenta del proceso de judicialización de la parapolítica, que ya la Casa de Nariño ve a una parte de la prensa, aquella que critica y denuncia, como opositora al Gobierno.
Se trata de una situación muy complicada. Escuchar y ver al Presidente de la República lanzando duros señalamientos a un sector de la prensa, e incluso acudiendo a graves calificativos contra algunos columnistas y comunicadores, no deja de ser peligroso en un país en el que el récord de asesinatos de periodistas es uno de los más altos del mundo.
Claro, a nadie se le pasa por la cabeza pensar que desde la Casa de Nariño se dé una orden para atacar a la prensa, pero el ambiente político está tan caldeado y polarizado que no es descartable que sectores extremos e ilegales sí acudan, por iniciativa propia, a la violencia para silenciar a los periodistas que consideren ‘gobiernistas’ o ‘antigobiernistas’ o con el único objetivo de aumentar la crisis derivada de la parapolítica.
Esto último no es una exageración. Semanas atrás alcanzó a circular un rumor en Bogotá en torno a que milicias de las Farc estarían preparando un atentado contra uno de los periodistas más críticos del Jefe de Estado, con el fin de que las sospechas sobre los autores de la muerte del comunicador recayeran en la Casa de Nariño. El sólo hecho de que surjan ese tipo de especulaciones es de extrema gravedad.
¿Qué hacer?
Visto que tanto el presidente Uribe como la Corte se reafirmaron en sus respectivas tesis y acusaciones a lo largo de la semana, pensar en que habrá una pronta distensión entre el Jefe de Estado y la máxima corte de justicia ordinaria en el país es difícil. Tampoco es dable que el Congreso, epicentro de todo el escándalo de la parapolítica, pueda asumir un papel creíble de mediador entre la Casa de Nariño y la Corte.
Ese escenario circunstancial lleva, entonces, a pensar que los enfrentamientos entre los altos poderes no cesarán en el corto plazo, ya que el escándalo de la parapolítica lejos de estar a punto de terminar -pese a tener 40 congresistas sindicados, 16 de ellos presos y cerca de una decena ya renunciados-, apunta a tomar mayores dimensiones.
Lo ocurrido en las últimas tres semanas así lo evidencia. Ya los llamados a versión libre, las citaciones a indagatoria y las órdenes de captura no recaen exclusivamente sobre congresistas y otros dirigentes de la Costa Atlántica. Ahora el espectro del proceso se amplió significativamente. Prueba de ello es la vinculación formal al proceso de senadores antioqueños como Mario Uribe, santandereanos como Luis Alberto Gil y Óscar Josué Reyes o del Meta como Luis Carlos Torres (el primero, segundo y cuarto ya renunciaron a sus curules). Tampoco se puede dejar de lado que ya fue citado a indagatoria el congresista tolimense Luis Humberto Gómez Gallo.
Como si fuera poco, otros ‘padres de la Patria’ costeños como Miguel Pinedo, Vicente Blel o Alfredo Cuello Baute también terminaron empapelados por la Sala Penal de la Corte. Además, el parlamentario Héctor Julio Alfonso, hijo de ‘La gata’, también anunció que deja su curul.
Si a ello se suma que esta semana que termina también se produjo la primera condena por parapolítica (Trino Luna, ex gobernador de Magdalena) y que ya hay dos ex parlamentarias que se acogieron a sentencia anticipada y aceptaron cargos por nexos con paras (Eleonora Pineda y Muriel Benito-rebollo), se evidencia que el proceso de la parapolítica no va ni por la mitad.
Así las cosas, un poder Ejecutivo prevenido y muy nervioso; un estamento judicial que se siente vigilado y presionado, así como un Legislativo sin credibilidad y blanco de maniobras desde la cárcel, auguran que la crisis institucional en Colombia puede profundizarse. Y por ende el ambiente de polarización nacional se ahondará peligrosamente.
Semejante escenario debe prender las alertas de todos los sectores nacionales y, obviamente, de las cabezas de las distintas ramas del poder público. Sería ingenuo negar que si bien hasta el momento la crisis derivada del escándalo de la parapolítica se ha tramitado por vías institucionales, poco a poco la dimensión y gravedad del caso amenazan con desbordar esa capacidad de respuesta del Estado y descuadernar el ordenamiento legal y constitucional que ha distinguido al país durante las últimas décadas.
Aunque este planteamiento pueda sonar exagerado para algunos analistas, lo cierto es que escenarios similares a los que se está encaminando Colombia fueron los preludios para que en otros países se presentaran crash institucionales.
Si bien el país no está al borde de tal situación, lo ocurrido esta semana debe tomarse como una especie de alerta temprana y campanazo para que se adopten las medidas que eviten un desborde de la crisis.
Enconcharse en sus propias tesis y profundizar el enfrentamiento, la desconfianza y la prevención institucional sólo llevará a las cabezas de las ramas del poder público a meterle más candela a un escenario ya de por sí explosivo y polarizado.