A 62 años del holocausto nuclear
"Escribiré paz en tus alas y volarás por toda la tierra"
Por Camilo Raigozo
El día de su segundo cumpleaños, Sadako Sasaki, recibió del presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, un regalo muy especial que él mismo había llamado “Pequeño Niño”. Fue transportado hasta su destino final aquella mañana del 6 de agosto de 1945, por el Enola Gay, un bombardero B-29 de la Fuerza Aérea.
Alas 8 y 16 minutos de la mañana, mientras los niños, mujeres, ancianos y hombres de Hiroshima se disponían a comenzar su día, el Enola Gay liberó el siniestro regalo, al “Pequeño Niño”; una bomba atómica con núcleo de uranio enriquecido, cuyo poder destructivo fue equivalente a 13 mil toneladas de dinamita. De 320 centímetros de longitud, 74 de diámetro y 4.400 kilos de peso, descendió durante 43 segundos antes de detonar a 580 metros sobre el Hospital Shima, en el centro de la ciudad.
La temperatura del aire en el momento de la explosión alcanzó varios millones de grados centígrados; instantes después, apareció un hongo de fuego que irradiaba calor blanco cercano a los 300 mil grados centígrados.
De los 350 mil pobladores, cerca de 140 mil perecieron instantáneamente. De ellos, unos 30 mil se derritieron súbitamente como si hubieran sido de chocolate y otro gran número se evaporó repentinamente. Decenas de miles quedaron gravemente heridos.
Desaparecieron escuelas con estudiantes y profesores, hospitales con pacientes y médicos, barrios con habitantes y construcciones. El 80 por ciento de la ciudad, fue aniquilado en menos un minuto.
De los 90 mil edificios, 62.500 quedaron totalmente destruidos; los servicios públicos y de transporte fueron destrozados, la red de acueducto y alcantarillado quedó inservible. Tras recibir la noticia, el presidente Truman exclamó regocijado: “este es el suceso más grandioso de la historia”. Setenta y cinco horas después, ordenó repetir la hazaña en Nagasaki, matando instantáneamente otras 74 mil personas.
La familia de Sadako Sasaki, también pereció en el holocausto, pero ella, había sobrevivido milagrosamente, y su vida fue normal hasta los diez años cuando desarrolló leucemia, como consecuencia de la radiación recibida. Durante su hospitalización, Sadako hizo cigüeñas de papel con la esperanza de recuperar su salud.
La cigüeña, es símbolo de salud y longevidad en Japón, y existe la creencia de que si se hacen mil cigüeñas de papel, el deseo se hará realidad. Ella, no solamente quería recuperar su salud, sino también la paz para el mundo, pues en una de sus cigüeñas de papel dejó plasmado el siguiente poema: “Escribiré paz en tus alas, y volarás por toda la tierra”. Su breve existencia, le impidió terminar sus mil cigüeñas.
"ví a madres e hijos que parecían jugar a la gallina ciega”
Cuando Miyoko Matsubara, colegiala de 12 años, recobró la conciencia, esto fue lo que contó: “No tenía idea del tiempo transcurrido, pero cuando volví en mi, la mañana soleada y brillante se había convertido en noche. Takiko, mi compañera de pupitre había desaparecido. No vi a ninguno de mis compañeros y profesores, quizás se habían desintegrado por la explosión.
“Todo lo que quedaba de mi chaqueta, era la parte superior alrededor de mi pecho. El resto había desaparecido junto con trozos de carne y piel. Entonces, me di cuenta que casi todo mi cuerpo estaba quemado, hinchado, sin piel y en jirones. Sangraba, y ciertas heridas estaban amarillentas. Como pude, huí de aquel lugar en busca de mi familia, en medio del intenso dolor y el infernal calor.
“Por el camino, vi muchísima gente con aspecto horroroso: desnudos, mutilados, desollados. Niños con horribles quemaduras: a muchos les faltaba pedazos de carne, o el cuero cabelludo, o las orejas, o los labios, o los párpados, o varias cosas a la vez. Vi a madres e hijos que en su mutua búsqueda parecían jugar a la gallina ciega, pues sus cuencas habían sido vaciadas. Y había miles y miles de cadáveres.
“A más de dos kilómetros de distancia del epicentro, los hombres mostraban sus gorras fundidas en los cueros cabelludos, y los kimonos de las mujeres habían quedado también soldados sobre su piel. También los niños tenían los calcetines soldados a sus piernas quemadas”.
En el 50 aniversario del holocausto, Miyoko, dejó el siguiente legado a la humanidad: “Las armas nucleares no detienen la guerra. Las armas nucleares y los seres humanos no pueden coexistir. Todos debemos conocer el valor de la vida humana. Si no están de acuerdo conmigo en esto, por favor, vengan a Hiroshima para ver por ustedes mismos el poder destructivo de estas armas mortales en el Peace Memorial Museum en Hiroshima”.
“...los que estaban cerca de mi, ya no parecían seres humanos...”
Yamaoka Michikio, adolescente de 15 años, quién al momento de la explosión se hallaba a unos dos kilómetros del hipocentro de la bomba, describió el infierno de Dantes que se abatió en Hiroshima así: “Cuando me acercaba al río, escuché levemente motores de avión. Segundos después, ocurrió. No se oyó nada. Noté algo muy extraño, muy intenso. Remolinos ondulantes de viento se coloreaban en gamas que no se podría decir que eran amarillas pero tampoco azules.
No era calor. Pensé en esos momentos que iba a morir, pero que sería la única, y me dije, adiós mamá, adiós familia, adiós amigos. Pensé en mi novio y me pregunté si volvería a verlo algún día. No fue posible, porque él y toda su familia murieron instantáneamente lo mismo que parte de la mía.
“Dicen que soportamos temperaturas de siete mil grados centígrados. Mis senos, apenas florecientes, fue lo primero que se derritió de mi cuerpo. Mis mejillas se transformaron en gelatina que se escurría por entre mis dedos sin piel.
"Los que estaban cerca de mi ya no perecían seres humanos, sino monstruos de películas de horror. Seguramente mi aspecto era el mismo y concebí pena. Sentí los párpados pesados y no podía abrirlos; me rasqué y uno de ellos se desprendió totalmente de su sitio y quedó pegado en mis dedos.
"Por la cavidad que quedó abierta, percibí una llamarada abrasadora que llegó hasta mi cerebro acercándome a la muerte.
“Yo creía que eran bombas incendiarias como las anteriores con que los estadounidenses nos habían atacado. Los pocos que estábamos vivos quedamos estupefactos. Habíamos perdido la facultad del habla. Aunque estábamos envueltos en llamas, nadie pudo gritar. Mis ropas ardían lo mismo que mi piel; partes de mi cuerpo estaban ya hechas jirones.
"Minutos antes mi madre me había hecho trenzas, pero ahora, mi cabello parecía la melena de un león chamuscado. Vi personas que hacían esfuerzos para respirar, otras intentaban colocarse los intestinos que se les había salido, algunos vomitaban sangre y pus, y muchos habían quedado ciegos. A algunos, el bombazo les arrancó las piernas de cuajo, a otros los decapitó.
"No había hospitales donde ir, ni donde atendieran a los heridos que éramos miles; tampoco habían médicos, ni enfermeras, ni nada. Mucha gente herida corrió al río. Sus aguas llevaban cientos, talvez miles de cadáveres seriamente dañados. Infortunadamente, yo había sobrevivido y me tocó vivir aquel infierno que ojalá nunca, nunca, nunca mas vuelva a ocurrir en ninguna parte del mundo”.
Mientras tanto, lejos de allí, en la Casa Blanca, el presidente Truman afirmó irónicamente en su discurso: “(...) esto se hizo para evitar hasta donde fuera posible la muerte de civiles” . “(...) este ataque es solo una advertencia de las cosas que vendrán”.
Sesenta y dos años después, George W. Bush, continúa acelerando demencialmente el programa nuclear de los Estados Unidos.
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El día de su segundo cumpleaños, Sadako Sasaki, recibió del presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, un regalo muy especial que él mismo había llamado “Pequeño Niño”. Fue transportado hasta su destino final aquella mañana del 6 de agosto de 1945, por el Enola Gay, un bombardero B-29 de la Fuerza Aérea.
Alas 8 y 16 minutos de la mañana, mientras los niños, mujeres, ancianos y hombres de Hiroshima se disponían a comenzar su día, el Enola Gay liberó el siniestro regalo, al “Pequeño Niño”; una bomba atómica con núcleo de uranio enriquecido, cuyo poder destructivo fue equivalente a 13 mil toneladas de dinamita. De 320 centímetros de longitud, 74 de diámetro y 4.400 kilos de peso, descendió durante 43 segundos antes de detonar a 580 metros sobre el Hospital Shima, en el centro de la ciudad.
La temperatura del aire en el momento de la explosión alcanzó varios millones de grados centígrados; instantes después, apareció un hongo de fuego que irradiaba calor blanco cercano a los 300 mil grados centígrados.
De los 350 mil pobladores, cerca de 140 mil perecieron instantáneamente. De ellos, unos 30 mil se derritieron súbitamente como si hubieran sido de chocolate y otro gran número se evaporó repentinamente. Decenas de miles quedaron gravemente heridos.
Desaparecieron escuelas con estudiantes y profesores, hospitales con pacientes y médicos, barrios con habitantes y construcciones. El 80 por ciento de la ciudad, fue aniquilado en menos un minuto.
De los 90 mil edificios, 62.500 quedaron totalmente destruidos; los servicios públicos y de transporte fueron destrozados, la red de acueducto y alcantarillado quedó inservible. Tras recibir la noticia, el presidente Truman exclamó regocijado: “este es el suceso más grandioso de la historia”. Setenta y cinco horas después, ordenó repetir la hazaña en Nagasaki, matando instantáneamente otras 74 mil personas.
La familia de Sadako Sasaki, también pereció en el holocausto, pero ella, había sobrevivido milagrosamente, y su vida fue normal hasta los diez años cuando desarrolló leucemia, como consecuencia de la radiación recibida. Durante su hospitalización, Sadako hizo cigüeñas de papel con la esperanza de recuperar su salud.
La cigüeña, es símbolo de salud y longevidad en Japón, y existe la creencia de que si se hacen mil cigüeñas de papel, el deseo se hará realidad. Ella, no solamente quería recuperar su salud, sino también la paz para el mundo, pues en una de sus cigüeñas de papel dejó plasmado el siguiente poema: “Escribiré paz en tus alas, y volarás por toda la tierra”. Su breve existencia, le impidió terminar sus mil cigüeñas.
"ví a madres e hijos que parecían jugar a la gallina ciega”
Cuando Miyoko Matsubara, colegiala de 12 años, recobró la conciencia, esto fue lo que contó: “No tenía idea del tiempo transcurrido, pero cuando volví en mi, la mañana soleada y brillante se había convertido en noche. Takiko, mi compañera de pupitre había desaparecido. No vi a ninguno de mis compañeros y profesores, quizás se habían desintegrado por la explosión.
“Todo lo que quedaba de mi chaqueta, era la parte superior alrededor de mi pecho. El resto había desaparecido junto con trozos de carne y piel. Entonces, me di cuenta que casi todo mi cuerpo estaba quemado, hinchado, sin piel y en jirones. Sangraba, y ciertas heridas estaban amarillentas. Como pude, huí de aquel lugar en busca de mi familia, en medio del intenso dolor y el infernal calor.
“Por el camino, vi muchísima gente con aspecto horroroso: desnudos, mutilados, desollados. Niños con horribles quemaduras: a muchos les faltaba pedazos de carne, o el cuero cabelludo, o las orejas, o los labios, o los párpados, o varias cosas a la vez. Vi a madres e hijos que en su mutua búsqueda parecían jugar a la gallina ciega, pues sus cuencas habían sido vaciadas. Y había miles y miles de cadáveres.
“A más de dos kilómetros de distancia del epicentro, los hombres mostraban sus gorras fundidas en los cueros cabelludos, y los kimonos de las mujeres habían quedado también soldados sobre su piel. También los niños tenían los calcetines soldados a sus piernas quemadas”.
En el 50 aniversario del holocausto, Miyoko, dejó el siguiente legado a la humanidad: “Las armas nucleares no detienen la guerra. Las armas nucleares y los seres humanos no pueden coexistir. Todos debemos conocer el valor de la vida humana. Si no están de acuerdo conmigo en esto, por favor, vengan a Hiroshima para ver por ustedes mismos el poder destructivo de estas armas mortales en el Peace Memorial Museum en Hiroshima”.
“...los que estaban cerca de mi, ya no parecían seres humanos...”
Yamaoka Michikio, adolescente de 15 años, quién al momento de la explosión se hallaba a unos dos kilómetros del hipocentro de la bomba, describió el infierno de Dantes que se abatió en Hiroshima así: “Cuando me acercaba al río, escuché levemente motores de avión. Segundos después, ocurrió. No se oyó nada. Noté algo muy extraño, muy intenso. Remolinos ondulantes de viento se coloreaban en gamas que no se podría decir que eran amarillas pero tampoco azules.
No era calor. Pensé en esos momentos que iba a morir, pero que sería la única, y me dije, adiós mamá, adiós familia, adiós amigos. Pensé en mi novio y me pregunté si volvería a verlo algún día. No fue posible, porque él y toda su familia murieron instantáneamente lo mismo que parte de la mía.
“Dicen que soportamos temperaturas de siete mil grados centígrados. Mis senos, apenas florecientes, fue lo primero que se derritió de mi cuerpo. Mis mejillas se transformaron en gelatina que se escurría por entre mis dedos sin piel.
"Los que estaban cerca de mi ya no perecían seres humanos, sino monstruos de películas de horror. Seguramente mi aspecto era el mismo y concebí pena. Sentí los párpados pesados y no podía abrirlos; me rasqué y uno de ellos se desprendió totalmente de su sitio y quedó pegado en mis dedos.
"Por la cavidad que quedó abierta, percibí una llamarada abrasadora que llegó hasta mi cerebro acercándome a la muerte.
“Yo creía que eran bombas incendiarias como las anteriores con que los estadounidenses nos habían atacado. Los pocos que estábamos vivos quedamos estupefactos. Habíamos perdido la facultad del habla. Aunque estábamos envueltos en llamas, nadie pudo gritar. Mis ropas ardían lo mismo que mi piel; partes de mi cuerpo estaban ya hechas jirones.
"Minutos antes mi madre me había hecho trenzas, pero ahora, mi cabello parecía la melena de un león chamuscado. Vi personas que hacían esfuerzos para respirar, otras intentaban colocarse los intestinos que se les había salido, algunos vomitaban sangre y pus, y muchos habían quedado ciegos. A algunos, el bombazo les arrancó las piernas de cuajo, a otros los decapitó.
"No había hospitales donde ir, ni donde atendieran a los heridos que éramos miles; tampoco habían médicos, ni enfermeras, ni nada. Mucha gente herida corrió al río. Sus aguas llevaban cientos, talvez miles de cadáveres seriamente dañados. Infortunadamente, yo había sobrevivido y me tocó vivir aquel infierno que ojalá nunca, nunca, nunca mas vuelva a ocurrir en ninguna parte del mundo”.
Mientras tanto, lejos de allí, en la Casa Blanca, el presidente Truman afirmó irónicamente en su discurso: “(...) esto se hizo para evitar hasta donde fuera posible la muerte de civiles” . “(...) este ataque es solo una advertencia de las cosas que vendrán”.
Sesenta y dos años después, George W. Bush, continúa acelerando demencialmente el programa nuclear de los Estados Unidos.
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